Adolf Hitler conocía la voz de Max Planck. Sin duda le resonó clara cuando leyó la carta que en 1944 le dirigió el premio Nobel: “… por mi obra de toda una vida, que se ha convertido en una riqueza intelectual imperecedera de Alemania, imploro por la vida de mi hijo...”
¿Quién era este hombre que suplica de esta manera postrado por el dolor? ¿Cómo entender a quien estuvo en el centro de una revolución científica que habría de cambiar al mundo y que en una guerra atroz, ni huyó de la insensatez ni se enfrentó con el delirante poder que la propiciaba?
Max Planck fue fundamentalmente un caballero prusiano de mediados del siglo XIX. Nacionalista, conservador, culto, de familia con tradición académica.
Obtuvo su doctorado en física a los 21 años con una tesis acerca de la noción de entropía y tenía 42 años en 1900, cuando estremeció a la física al proponer que la energía de la radiación no era continua y catapultó así la física cuántica. Estaba casado con Marie Merke, y tenían cuatro hijos, dos varones y dos gemelas.
En 1905 Planck era el editor de la revista a donde un desconocido Albert Einstein mandó sus investigaciones y entendió que la relatividad cambiaría nuestra visión del mundo. Ambos científicos cultivarían una amistad basada en la fascinación por las leyes universales. Planck afirmaba que “la búsqueda de estas leyes es lo más sublime que podemos perseguir en la vida”. Esta frase hubiera podido ser de Einstein. La música también los unía, Planck fue un buen pianista. Pero un inmenso abismo ideológico los separaba: Einstein era un hombre del siglo XX, de ideas liberales, antimilitarista, irreverente, universal, anti establishment, pacifista y muy importante para los años que vendrían: judío.
En 1909 muere su esposa Marie y Planck se casa con Marga, sobrina de Marie con quien tendría su último hijo. En 1914 el nacionalismo flotaba en el ambiente, banderas, himnos, y marchas militares eran la antesala de la I Guerra Mundial. Un grupo de intelectuales que incluía a Planck, firman “El manifiesto de los 93” una abominable publicación justificando la guerra. Un orgulloso Max Planck ve partir al frente de guerra a su hijo mayor, y no sabe que está viendo por última vez. Karl Fallecería en los campos de Francia en 1916. En los dos años siguientes murieron ambas gemelas, mientras daban a luz sus hijas, que sin embargo sobrevivieron. En 1918 Planck recibe el Nobel, un destello de alegría en ese período singularmente convulso en una Alemania que mira con asombro el vertiginoso ascenso del nazismo, de manos de un delirante Hitler. El antisemitismo apunta a la figura emblemática de Einstein, una celebridad a partir de 1919, el mismo año en que Alemania era humillada en el Pacto de Versalles tras la derrota en la I Guerra. Dos premiados Nobel, Stark y Lenard se erigían en guardianes de la ciencia aria para evitar su contaminación con la “cochina ciencia judía”.
En 1933 Hitler es elegido canciller y Planck se entrevista cara a cara con el fuhrer. Planck es la gran figura de la ciencia alemana e intenta conseguir un trato especial para los científicos judíos y sólo encuentra a un enloquecido Hitler que vocifera: “Si el despido de los científicos judíos significa la aniquilación de la ciencia alemana contemporánea, prescindiremos de la ciencia”. Se le pidió que firmara un manifiesto contra Einstein tras su expulsión de la Academia Prusiana de Ciencias, y Planck lo firmó. La amistad de los dos grandes científicos quedó fracturada definitivamente.La II Guerra no tardó en desatarse. Los judíos fueron despedidos de todos los cargos públicos y universidades, y la orden de comenzar todo acto con el saludo nazi de “Heil Hitler” tampoco tardó en aparecer. Planck la acató. Recomendaba a sus colegas no mencionar a científicos judíos y en particular a Einstein, sin embargo, en una conferencia con asistencia de jerarcas nazis, exclamó: “Einstein es un líder y un guía en el campo del pensamiento que mira más allá de las razas y las fronteras”
Sin embargo, su apoyo a los judíos le ganó la calificación de “judío blanco” por los defensores de la ciencia aria. “Hemos hecho cosas terribles, nos aguardan tiempos terribles” le había confesado a su protegida judía, la física nuclear Lise Meitner.
No imaginaba cuánto. En el año 1944 la aviación inglesa bombardeó con furia a Berlín, las bombas pulverizaron su casa, destruyeron su biblioteca, sus archivos y la correspondencia invalorable de varias décadas. A finales de ese mismo año Erwin Planck, su hijo fue sentenciado a muerte tras ser involucrado en un atentado fallido contra Hitler.
Un anciano de 87 implora el perdón para su hijo. La figura paradigmática de la ciencia alemana ruega al poder un acto de conmiseración. Pero el poder y la ciencia no se la llevan bien. Hitler ignora la carta y faltando pocas semanas para la caída del tercer Reich, Erwin Planck es ahorcado en una prisión nazi.
El dolor de Planck no conoce límites. La guerra alcanza al anciano huyendo sin rumbo con su esposa, durmiendo en bosques y establos hasta que finalmente es rescatado por el ejército norteamericano.
¿De qué tamaño fue el dilema moral que un hombre decente como Planck tiene que haberse planteado? ¿Por qué claudicó tanto ante un régimen moralmente inaceptable?
¿Jugó al delicado filo de un equilibrio acomodaticio o pensó que ser presidente de la Academia Prusiana de Ciencias y del Instituto Káiser Guillermo le permitía moderar el delirio nazi? Difícil saberlo, y más aún a la distancia. Fueron tiempos turbulentos y tal vez una mirada de comprensiva indulgencia nos ayude a entender mejor al hombre complejo y honorable que fue.
Max Planck sobrevivió dos años más, falleció el 4 de octubre de 1947 a los 87 años.
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