En el transcurso de la historia, hemos vislumbrado al universo usando diversas metáforas. Como un ser viviente, durante los griegos. Como una gigantesca y precisa maquinaria de relojería, en la época en la que Newton estableció su formidable sistema. Como una enorme máquina de vapor sujeta a la degradación de la energía por la ley de crecimiento de la entropía; en la época en que se entendieron las leyes de la termodinámica. O bien como una descomunal computadora en la que las leyes básicas son el software, es decir, los programas que deben ser ejecutados por la materia, que sería a su vez el hardware.
Por su parte, la propia empresa científica también se ha metaforizado de diferentes maneras: como exploración de territorios nuevos, como la resolución de un enorme crucigrama partiendo de algunas claves, o como la indagación y averiguación de un enigma policial. Cualquiera de ella que prefiramos, lo importante en la ciencia es que los hechos tienen la última palabra. Que no importa lo hermosa que sea una teoría acerca de un fenómeno, ni lo ingenioso o poderoso que sea su proponente: si la teoría no se ajusta a las observaciones, simplemente no sirve.
Una teoría científica se apoya en unas cuantas observaciones, y luego hace una apuesta, arriesga, dice algo sobre el mundo y vive peligrosamente hasta que un número suficiente de corroboraciones la consolide como una teoría respetable.
Con esa lógica, que no difiere de la lógica de un detective armando el rompecabezas de un asesinato, manteniendo fidelidad a algunos cuerpos del delito y basándose en algunas hipótesis, la ciencia ha logrado construir una evidente flecha de progreso. La física de Galileo fue superior a la de Arquímedes pero no tan buena como la de Newton. La de Einstein fue superior a la de Newton pero no tan buena como la actual. Superior porque describe mejor un mayor número de fenómenos. Es una mejor metáfora del mundo.
La metáfora que vamos haciendo del mundo es acultural; y por eso budistas y cristianos, agnósticos, religiosos y ateos colaboran en la consolidación de una historia convincente del universo, sus constituyentes y sus hábitos. Gracias a esa hermosa metáfora que la humanidad ha diseñado para entender mejor su relación con el mundo, podemos preguntarnos con el Premio Nobel Leo Lederman: si el Universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?
Héctor Rago