El martes 6 de octubre Göran Hansson secretario general de la Real Academia Sueca de Ciencias, anunció con voz alta, clara e inteligible (a pesar de que era en sueco) que el Nobel 2020 en física concernía a los objetos más oscuros del universo: los agujeros negros, y luego exclamó; “y los ganadores son: Roger Penrose, Andrea Ghez y Reinhard Gentzel…”
¿Quién es Roger y qué hizo para acreditarse la mitad del Nobel en física? ¿y quiénes son Andrea y Reinhard y qué hicieron para ser merecedores de la otra mitad del prestigioso premio? ¿Y qué son estos míticos objetos centro de los afanes de físicos y astrofísicos?
El comité Nobel ha premiado el enfoque teórico y las observaciones de los agujeros negros. Es precisamente ese virtuoso vaivén entre teoría y observación, el responsable de que los agujeros negros dejaran de ser unos unos “objetos secretos y conjeturales” (la frase es de Borges), a tener existencia real como los electrones, las personas (al menos algunas), las estrellas o las galaxias.
Los agujeros negros son una predicción de la relatividad. No una predicción de Einstein, sino de su teoría, que sabía más que él, quien nunca creyó en los agujeros negros. Claro, en ciencia no se trata de creer o no, pero en las teorías complejas, y la relatividad general es una teoría compleja, no siempre es fácil desencriptar lo que nos está diciendo.
El primer paso lo dio Karl Schwarzschild en 1916 a escasos meses de publicada la relatividad, al conseguir una solución exacta de las ecuaciones de Einstein. La solución de Schwarzschild representa la geometría del espacio y el flujo del tiempo alrededor de una masa esférica. A una cierta distancia, el radio de Schwarschild, la solución indicaba que el tiempo dejaba de fluir.
En 1939, Robert Oppenheimer, sí, el mismo del proyecto Manhattan, y Hartland Snyder, publican una descripción del colapso de materia por su propia fuerza de gravitación. La solución indicaba que una vez que la materia cruza el radio de Schwarzschild, no le queda más alternativa que ir indeteniblemente al centro donde las cantidades físicas y geométricas se hacen infinitas. Es la terrible singularidad, punto de quiebre de la teoría. Y esa singularidad quedaba oculta del mundo exterior por un horizonte, que actúa como una membrana de una sola vía, se puede entrar pero nada puede salir.
Claro, el modelo de colapso de Oppenheimer-Snyder era altamente idealizado, la materia era polvo, que no ejerce presión y cae radialmente, manteniendo la simetría esférica perfecta. La idea de agujero negro seguía siendo una curiosidad y tal vez un artefacto de las matemáticas.
Cuando Oppenheimer publicó sus resultados, tenía 35 años, Einstein tenía 60 y mantenía que la naturaleza no podía permitir aberraciones como los agujeros negros, y Roger Penrose era un niño de 8 años y no sabía nada de los agujeros negros.Veinteseis años después, en 1965 apareció la primera gran contribución de la mente fértil e imaginativa de Roger Penrose, actual profesor emérito de la universidad de Oxford. En un artículo de apenas dos páginas, con novedosas herramientas matemáticas en la mano, análisis global y técnicas de topología diferencial, logró establecer que la relatividad, predice que el colapso gravitacional así no sea simétrico, crea una singularidad atrapada por un horizonte.
Alguien comentaría: “…o existen los agujeros o la relatividad tiene agujeros”. La teoría estaba legitimando las soluciones matemáticas que describen agujeros negros: ellos debían existir. Los teoremas de singularidad de Penrose, complementados con varios artículos junto con Stephen Hawking, sugerían que las singularidades eran genéricas y que un agujero negro es el destino inevitable en el colapso final de estrellas con masas muy grandes. Por estas contribuciones, las mayores en relatividad en más de medio siglo, Penrose se mereció la mitad del Nobel.
La mesa estaba servida para que los astrofísicos diseñaran posibles escenarios de formación de agujeros negros. Y dedicarse a buscarlos.
Hacia los 90´s dos grupos independientes comandados por el alemán Reinhard Genzel, codirector del Instituto Max Planck para física extraterrestre y por la norteamericana Andrea Ghez, profesora e investigadora del departamento de física y astronomía de la Universidad de California en Los Ángeles, observaban ávidamente el centro de nuestra propia galaxia.
Muy densamente poblado de estrellas y con mucho polvo interestelar, se puede observar con técnicas especiales de radiación infrarroja. En 1995 ambos grupos competían y llegaban a las mismas conclusiones. Los estudios detallados del veloz movimiento de estrellas muy cercanas al centro, indicaban la presencia de un objeto de una masa gigantesca en una región muy pequeña. Las observaciones conjuntas y acumuladas de los equipos de Ghez y de Gentzel no dejaron lugar a dudas: un agujero negro de unas 4 millones de veces la masa del sol habita en el centro de la Vía Láctea, nuestra galaxia. Por las evidencias tan contundentes, Andrea Ghez y Reinhard Gentzel comparten la mitad del premio Nobel. Por cierto, de haber estado vivo Hawking el comité Nobel habría estado en problemas porque el número máximo de premiados es tres. ¿A quién hubieran dejado por fuera?
La astronomía vive un momento de gloria. Una compleja predicción de la relatividad ha impuesto a la realidad a los agujeros negros, unos objetos extraños y fascinantes que seguirán dando de qué hablar y cuya existencia no se tenía por cierta hace 20 años. El universo es más interesante con ellos, y el comité Nobel20 20 así lo ha entendido.
__________________________________________________
Musicalización:
1.- «El científico» banda inglesa Coldplay, Album Un torrente de sangre en la cabeza. Autor, Chris Martin, 2002. Interpretado con cello y piano por El Dúo.
2.- Sergey Slavsky Gone Piano instrumental moderno.